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Maradona no fue el mejor futbolista de la historia como el mito nos hace pensar

Maradona por los suelos durante un partido con el Nápoles.
Maradona durante un partido con el Nápoles en 1988. Foto: Etsuo Hara/Getty Images.

El mundo entero está de luto. La muerte de Diego Armando Maradona la están llorando no solo los aficionados al fútbol, sino prácticamente toda la sociedad. Ha sido portada en periódicos de medio planeta, dirigentes políticos han mostrado sus condolencias, en su Buenos Aires natal el funeral ha derivado en un tumulto multitudinario que ni el coronavirus ha sido capaz de frenar. Tantas muestras de dolor como se están viendo dejan claro que la figura del número 10 iba más allá del balón.

Diego era un mito, una de las referencias no solo deportivas, sino hasta sociales y culturales más importantes de la última mitad del siglo XX a nivel global. Ese mito no cabe duda de que se ha construido a partir de su enorme talento como futbolista, con un repertorio técnico y una colección de jugadas para el recuerdo de cualquier aficionado. Y también, por supuesto, ha contribuido en buena medida su vida fuera del terreno de juego. Su historia de superación viniendo de un barrio marginal, las numerosas dificultades que tuvo que afrontar para salir adelante, su compromiso ideológico, sus problemas con las drogas, el lado maltratador y machista del que tanto le acusan últimamente... Son ingredientes que a los guionistas más brillantes de Hollywood les costaría muchísimo trabajo imaginar.

¿Qué aspecto ha pesado más? Es muy tentador pensar que el segundo: que ha influido más en la construcción de su leyenda todo lo de alrededor que el fútbol propiamente dicho. Reconozcámoslo de una vez, que no pasa nada: Maradona era un futbolista extraordinario pero, datos en mano, ni mucho menos el mejor de todos los tiempos, y habría que ver incluso si el mejor de su generación.

Antes de que se nos eche encima la horda de devotos de San Diego Armando y amenace con quemarnos en la hoguera de los herejes, vamos a intentar justificarnos. Ante todo, tenemos que recordar que el fútbol es un deporte colectivo en el que tal o cual figura no juega sola, sino que es parte de un equipo. El objetivo último, por tanto, es ayudar en la medida de sus posibilidades a que el equipo consiga el éxito.

Maradona saliendo de un campo de fútbol de la mano de una enfermera.
Maradona, saliendo del campo tras el Argentina-Nigeria del Mundial 1994 de la mano de la enfermera encargada del control antidopaje. Foto: Michael Kunkel/Bongarts/Getty Images.

¿Qué es el éxito en fútbol? Lo definió mejor que nadie Luis Aragonés: “Ganar, ganar, ganar y volver a ganar”. En ese sentido, hay que reconocer que Maradona ganó poco. A la hora de hacer el repaso, como diría él mismo “con permiso de las damas”, vamos a obviar Supercopas, Copas de la Liga y demás torneos que, aun considerándose oficiales, todos tenemos claro que son secundarios para definir un palmarés. Partiendo de esa base, su primer gran éxito es un campeonato argentino en 1981 en las filas de Boca Juniors. En esa época no se había producido aún la desbandada contemporánea y la liga local todavía conservaba jugadores de nivel, pero los mejores futbolistas del país (Ardiles, Bertoni, Valdano, etcétera) ya empezaban a marcharse a Europa.

Luego, lo más destacable son las dos ediciones de la Serie A, una de ellas con doblete al conquistar también la Coppa, que logró en Italia con el Nápoles. Que tienen un mérito tremendo considerando que se enfrentaba a rivales fortísimos como el Milan de los holandeses, el Inter de los alemanes o la Juventus de Platini. Pero tampoco es que la plantilla sureña fuera floja, con estrellas brasileñas como Careca o Alemão en un tiempo en que no se permitían más de tres extranjeros, y grandes jugadores italianos del nivel de su compañero de ataque Carnevale, el defensa Ferrara o el centrocampista De Napoli, todos ellos habituales en la selección nacional.

En resumen, varias temporadas de juego muy vistoso, sí, pero solo dos años de gloria y dominio absoluto; tres si forzamos la máquina e incluimos la campaña 88-89, en la que ganaron la UEFA y quedaron segundos en liga... a once puntos del Inter campeón, en unos tiempos en que por cada victoria solo se recibían dos. No negaremos que el Nápoles venía de la mediocridad previa a llegar él (relativamente: si bien es cierto que justo antes de su aterrizaje en 1984 el equipo estaba en mitad de la tabla, también hay que recordar que muy poco tiempo atrás, en el 81 y el 82, había sido tercero y cuarto respectivamente... y que en su primer curso de azul, ese curso 84-85, tampoco pasó del octavo puesto) y que, tras su marcha, volvió a los lugares menos glamourosos de la clasificación. Pero del llamado mejor jugador de la historia cabe esperar algo más. Sus dos únicas participaciones en la entonces llamada Copa de Europa, por ejemplo, pueden tildarse de fracasos sin paliativos, al caer eliminado en dieciseisavos y octavos de final respectivamente.

En el resto de equipos por los que pasó, más de lo mismo: dejó chispazos de genialidad, pero por unas cosas u otras no terminó de destacar. El Barça pagó un dineral por él en 1982: 1200 millones de pesetas, 12 millones de euros si hacemos la conversión “a pelo”, muchísimo más si tenemos en cuenta la inflación desde entonces. Y de azulgrana brilló mucho menos de lo que se esperaba. Cierto, tuvo mucha mala suerte, entre una hepatitis que le mantuvo tres meses parado y otro trimestre que pasó de baja al romperse el tobillo tras una entrada durísima del defensor Goikoetxea, del Athletic. Precisamente lo que más se recuerda de su tiempo como culé es la batalla campal que se montó en la siguiente vez que se enfrentaron a los bilbaínos, en la final de Copa de 1984. Entre unas cosas y otras, y con la Copa del año anterior como logro más relevante, a José Luis Núñez, el presidente barcelonista del momento, no le supuso mucho dolor desprenderse de él.

Tras irse a Italia y sufrir la primera de sus sanciones por dopaje, en 1992 se incorporó al Sevilla. Los andaluces en aquella época eran un club bastante parecido a aquel Nápoles al que había llegado ocho años antes: mucha historia, gran masa social, presente discreto, varado en mitad de la tabla y con clasificaciones esporádicas para la Copa de la UEFA como mayor logro. La hinchada hispalense veía a Diego como el redentor capaz de repetir el crecimiento que había vivido el Nápoles con él. Pero fallaron muchas cosas, entre ellas que Maradona ya tenía 32 años y, quizás, veía el fútbol más como ocio que como competición. Aparte, arrastraba una vieja lesión de rodilla y sumó una serie de desencuentros tanto con la directiva como con el cuerpo técnico. Se acabó largando antes de terminar la temporada dejando un balance más bien escaso de seis goles, tres de ellos de penalti, entre Liga y Copa.

Sus últimos años como futbolista profesional, en Argentina, tampoco fueron demasiado dignos. Un paso por Newell’s en el que apenas jugó cinco partidos, una nueva sanción por dopaje con la selección, un extrañísimo y muy decepcionante primer ciclo como entrenador y, finalmente, la vuelta al césped, a Boca Juniors, más para recibir aplausos y regalar detallitos artísticos que para aportar algo útil sobre el campo. Más lesiones y más sanciones precipitaron su retirada en 1997.

No nos olvidamos de lo que le hizo grande: la selección. Prescindiremos de las Copas América, porque jugó tres y en todas ellas Argentina defraudó, sin pasar de semifinales jamás. En el exitoso Mundial de 1978, aunque ya había debutado meses antes, le dejaron fuera porque, con la mayoría de edad aún por cumplir, le consideraron demasiado joven. Después de aquel desengaño no tardó mucho en consolidarse en el plantel y convertirse en referente, así que en el fracaso de España ‘82 sí que estuvo presente; de hecho, en el partido clave contra Brasil le expulsaron por agredir a un rival.

Luego, sí, vino la hazaña de 1986, el Mundial que le consagró, el de la Mano de Dios, el Gol del Siglo y la copa en sus manos alzada al cielo de México. Ahí su actuación fue brillante, con cinco goles y otros cinco pases (uno de ellos para el 3-2 definitivo en la final contra Alemania) que fueron fundamentales para el triunfo. Nadie osará jamás discutir que la segunda estrella sobre el escudo de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) lleva la firma de Maradona.

Maradona da la mano a Matthäus.
Maradona (izquierda) felicita al alemán Lothar Matthäus tras perder la final del Mundial de 1990. Foto: Franco Origlia/Getty Images.

Después, el Mundial del ‘90, en el que estuvo a punto de repetir la proeza, pero se quedó a las puertas: otra vez Alemania en la final, pero esta vez la fortuna sonrió a los germanos. Durante el torneo, todo hay que decirlo, el 10 estuvo bastante más discreto. Y por último, el de 1994, el que iba a servir para rehabilitarle, pero en el que, tras un par de actuaciones bastante decentes en la fase de grupos, volvió a encontrarse con el control antidopaje. “Me cortaron las piernas”, dijo tras enterarse de su sanción. “Se cortó las piernas solito”, replicó más tarde un muy molesto Julio Grondona, presidente de la AFA.

Se suele argumentar que, aunque sus equipos no conseguían gran cosa, él estaba a un nivel individual estratosférico. Veámoslo con datos. La mayor parte de su carrera la hizo como delantero, así que parece legítimo evaluarle con la cantidad de goles. En clubes suma 312, a los que podemos añadir 34 con la albiceleste absoluta y, seamos generosos, otros 8 con la juvenil. En total, 354. Suficientes para considerarle un atacante fortísimo, ya quisieran muchos llegar a la mitad de la mitad. Pero para anotarlos necesitó 630 partidos. La media sale a 0,56, que también es impactante pero está muy por detrás de tantos y tantos otros cracks históricos.

Daba muchos pases, sí. Derrochaba talento, sí. Emocionaba verle jugar, sí. No era ni mucho menos el único con esas virtudes. Compartió años de actividad con otros genios como Matthäus, Schuster, Platini, Zico, Gullit, Van Basten, Valderrama, Mágico González, Laudrup, Futre, Francescoli, Romário... cada uno puede establecer las jerarquías entre ellos como considere oportuno basándose en sus propios gustos subjetivos, no discutiremos si Maradona era mejor que todos ellos porque no dejan de ser opiniones. Lo malo que tiene la espectacularidad es que se puede disfrutar, pero no medir.

En definitiva, la leyenda del mejor jugador del mundo se pretende sustentar sobre dos temporadas y un mes. Durante ese tiempo concreto era imparable, por supuesto. Pero se antoja un poco corto como para darle el trono de los cielos del balón. Por establecer una comparativa, es exactamente el mismo criterio por el que todo el mundo alaba el arte de Ronaldinho con el balón en los pies, pero nadie osa meterle en un grupo tan selecto pese a que durante (parte de) su estancia en el Barcelona sencillamente nadie estaba a su nivel. Simplemente su brillo no se prolongó lo suficiente en el tiempo.

De por sí el título de “mejor de la historia” es un absurdo, porque las distintas eras, con sus distintos sistemas tácticos y métodos de entrenamiento, son incomparables, y no se sabe qué habría hecho Maradona en la actualidad... o en los años ‘50. En cualquier caso, ponerle por delante de figuras como Pelé, Di Stefano, Cruyff, o incluso actualmente Messi y Cristiano Ronaldo, y tantos otros que se nos olvidan, vistas las trayectorias de unos y otros, solo se puede explicar desde el fanatismo apasionado por su mito.

Porque en eso, en la leyenda a su alrededor, sí que no tuvo rival. Su carga simbólica es inigualable, si bien, aunque por supuesto él puso de su parte, más bien se debe a circunstancias ajenas a su magia con la pelota. La convulsa Argentina que dejó los cadáveres de lo mejor de su juventud en la guerra de las Malvinas necesitaba un héroe, y él estuvo allí en ese momento para marcarle los goles justo, casualmente, a los ingleses. El sur de Italia, históricamente subdesarrollado, discriminado con respecto al norte y víctima del desprecio constante de sus vecinos ricos, clamaba por un mesías que seguir cuando el magnate Corrado Ferlaino decidió pagarle una millonada al Barça por sus servicios. La izquierda latinoamericana, herida en el orgullo por las revoluciones fracasadas y las dictaduras filofascistas que infestaban el continente, pedía a gritos un referente al que seguir, alguien con carisma y éxito, cuando Maradona se hizo compadre de Fidel Castro y se tatuó al Che.

Diego fue un futbolista sublime, excepcional, un fuera de serie. Como otros. Pero sobre todo, fue un maestro del relato. Como ningún otro. El mundo entero se lo compró. Y en el fondo quizás sea legítimo: a fin de cuentas, hace ya mucho que el fútbol dejó de ser un deporte para convertirse, según los ojos del que mire, o bien en un negocio o bien en un fenómeno social. Que la pelota entre en la portería o no ayuda bastante, pero a la vista está que tampoco es lo más importante.

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